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23 de diciembre de 2010

El Circo urbano, (2007)

Realmente no recuerdo el último sueño que tuve esa noche, sólo sé que de golpe mi reloj interno me obligó a despertar. Hacía frío y mis ojos a penas pudieron abrirse para encontrar que eran ya las ocho de la mañana… se me hacía tarde. Como pude me puse en pie, tomé un duchazo rápido (como todo en la ciudad), saqué de los cajones lo primero que encontré y me dispuse a iniciar mi travesía en el zoo-urbano.

Con un rechinido se abrió la reja de la puerta principal de la casa. Camilo, un perro schnautzer de aproximadamente dos años y medio de edad, ladraba impaciente esperando salir a olfatear algunos árboles. Sus estridentes ladridos provocaban ecos que aturdían mi cansada cabeza. Así, con ese ruido que parecía me reventaría el cráneo, la fría lámina terminó siendo el abismo helado que nos prometía un sol más; pero en caminos distintos. Un rechinido más que aseguró el metal y recorrió mi cuerpo, me llevó a la parada de autobuses.

Era un día como cualquier otro, de esos que no se sabe qué clima habrá, uno de aquellos en que es incierto si me toparé con un maleante o una prostituta, un niño inquieto o quizá un viejo sabio que camine con su bastón; o si sencillamente será un días de esos, en que la orquesta urbana con sus ambulancias, sus helicópteros y aviones, el esplendoroso sonido del claxon de un joven motociclista, surquen el aire y penetren en mi mente; llevándome a un transe dulce de despertar amargo.

Inmediatamente saltó a mi memoria el comentario que hizo un joven, con el que me comuniqué ya tiempo atrás, vía esa idolatrada tecnología denominada Internet.

-¿Has escuchado algo acerca de la Teoría del Caos?-, era estudiante de filosofía en la UNAM.

- Realmente no- , dije.

Y entonces comenzó a explicar que por ejemplo, ese sonido estridente que solemos llamar ruido, es sólo sonido que no podemos decodificar. Por más interesante que sonara su ejemplo, y necesitando saber más sobre la teoría; ni siquiera recordar tal argumentación me quitó ese vomitivo sabor de boca.

Llegando a la parada del microbús, me siento en el frío asiento que me invita plácidamente a recordar el confort y calor de mi cama con las sábanas acariciándome. A lo lejos, alcanzo a ver que viene el camión, espero a que se acerque y le hago la parada; extendiendo mi brazo derecho con el índice levantado.

Pago mi cuota y, sin pensarlo dos veces, busco un lugar dónde sentarme. Afortunadamente el microbús está medianamente lleno, y al finalizar mi búsqueda decido tomar asiento en la esquina posterior de la máquina; justo junto a una anciana que cuidadosamente teje algo que parece ser una bufanda.

La ciudad es uno de esos lugares en que encontrar a alguien familiar o simplemente toparse con alguien amable, es como encontrar una aguja en un pajar. Todos tienen prisa, nadie se toma la molestia de mirar al lado y sonreír a quien camina junto. En las calles los carros abundan, el gran tráfico de individuos y máquinas hace imperceptible la diferencia.

En el transcurso del viaje el autobús comienza a llenarse, las peticiones malhumoradas del chofer, no se hacen esperar, - recórranse de dos en dos! -.

Niños, mujeres, hombres jóvenes y adultos; gente de todo tipo es lo que uno puede encontrar en la ciudad. En una esquina, mientras esperamos a que el semáforo cambie de color y nos permita el paso, un hombre de mirada jovial y de piel arrugada, lanza una larga llamarada de fuego. Una vez terminado su espectáculo, se limpia la boca con un trapo manchado y se retira nuevamente a la esquina.

¿Y cómo podría la gente tener conciencia de los otros que caminamos a su lado, cuando la calle está plagada de “interesantes” distractores? Grandes anuncios de ropa interior, con mujeres semidesnudas que son todo menos un soplo de vida; brillantes anuncios que venden productos inútiles, así como imágenes falsas que invitan a ponernos máscaras y ejercer nuestra “libertad” en la posibilidad de cambiarlas cada vez que queramos.

El cielo se pierde entre los altos edificios, esos armatostes de acero y vidrio que se erigen como Dioses del mundo. Los cables eléctricos se cruzan entre los árboles y las antenas parabólicas dibujan estructuras amorfas en las azoteas de las casas.

He llegado al primero de mis destinos, la Tesorería del Gobierno del D.F. Es Enero y algunos aprovechan los descuentos, así que la larga fila dobla por la esquina y se aleja varios metros sobre Avenida Acoxpa, dejando atrás Canal de Miramontes. Tras una larga espera, en la que vi pasar frente a mí carros de todos colores y tamaños, de las más variadas marcas y con cualquier cantidad de pasajeros a bordo; así como un vendedor de gelatinas, un periodiquero, y un par de muchachos que trepan a los toldos para dar un rápido trapazo al vidrio que normalmente está cubierto de ese polvo fino que se cuela hasta los más ínfimos recovecos de cualquier estructura.

Ahora era mi turno, había cuatro trabajadores de la Tesorería que detrás de un vidrio con una curiosa perforación al centro y un pequeño pasadizo por el cual se desliza la información necesaria para el trámite, atendían a quienes llegaban a ellos.

–Pase !! -, gritó una mujer de no más de 40 años, mientras se rascaba la nariz y buscaba algo en un bolso de mano negro, bastante maltratado por el tiempo. Rápidamente me pidió mis documentos y tras hacer una mueca, me ordenó con un tono disciplinario que pasara a otra ventanilla para obtener un documento que me faltaba.

– Se supone que eso debe llegar a mi casa a tiempo, Señorita-, contesté. Intentando tener un tono más amable y esperando le contagiara. La cara de la mujer se transformó, y ya molesta, volvió a ordenar pasara a otra ventanilla, sólo ahí podrían dar solución a mi problema.

Después de dos horas de hacer cola, de tratar con gente prepotente, y pedir auxilio… por fin estaba fuera del fétido territorio burocrático.

La Ciudad de México no es homogénea, de una Delegación a otra, de una colonia a otra, de una calle a otra; su apariencia cambia. La calle es como un gran escenario en el que cada quien desempeña un papel, un rol, una actuación. Hay niñas ricas que buscan el amor en cuatro llantas y una billetera rechoncha, vagabundos que con los pantalones meados toman el sol y se calientan recostados en una esquina, jóvenes punk que venden caramelos de a “varo” en las afueras del metro.

Eran las doce del día y el sol buscaba la forma de burlar la nata gris. Si otro hubiera sido el inicio de éste relato, hubiera llegado a tiempo a mi clase de Teoría, en la “casa abierta al tiempo”; esa donde el tiempo nunca pasa. Era tarde y no tenía caso llegar a clase, sin embargo, necesitaba entregar un trabajo; uno de esos que los maestros denominan “de más peso”.

Subí al segundo autobús, recargué la cabeza en el vidrio y me quedé profundamente dormida durante largos quince minutos.

Ya llegamos señorita- escuché entre sueños.

Era un muchacho de no más de 18 años que conducía la “pecera”. Pagué mis dos pesos reglamentarios y sacando mi credencial de estudiante me adentré al desierto de tiempo.

La universidad es todo un laberinto, y a comparación de sus edificios, las áreas verdes son verdaderamente apreciables. De hecho parte de su vegetación se debe a la zona en que se ubica. Xochimilco, que se encuentra al sur de la gran urbe, es de las pocas áreas agrícolas que aún quedan, con sus respectivos vestigios rurales y sus invadidas zonas ecológicas.

Cuando llegué al salón, la clase estaba terminando. Una vez que localicé al maestro, le entregué mi trabajo.

–Bonitas horas de llegar colega… mmmh, ¿cómo es que se llama? – preguntó.

- Avril- , le contesté.

–Bien , espero se preocupe más por llegar a mi clase-.

-Seguro-, le dije. Y me di la media vuelta buscando la forma de alejarme de su putrefacto aliento.

Carmen, de los pocos seres con quien me gusta estar en la “casa abierta al tiempo”, me esperaba en el comedor de la universidad… todavía restaban cuarenta y cinco minutos. Me senté bajo un árbol y de un morral gris con adornos azules saqué un libro que habla sobre la Ciudad de México. Explica cómo fue creciendo, con su centro y la periferia. Los fenómenos de migración que han contribuido a su expansión, la conformación de sus delegaciones. Antes por ejemplo, el Centro de la Ciudad era en donde vivía la gente adinerada; pero fueron cambiando de residencia. Actualmente en esa zona hay comercios, oficinas e importantes edificaciones de poder cultural, político y religioso.

El Centro así como algunas delegaciones aledañas, son inseguras y es necesario parecer vagabundo para no ser atracado. En ésta ciudad todo es distinto para ser igual, hay colonias “nice” en las que igual te roban el carro y los policías están implicados. Por ejemplo, la delegación Benito Juárez, tiene un alto grado de robo de automóviles, y también es de las que más población anciana tiene. En fin, lo que no hay en una parte lo hay en otra; y en unas zonas no hay agua, para que en otras se desperdicie en lavar las malas conciencias tomando un baño caliente.

El hambre me distrajo de la lectura y pensando que si me daba prisa, se acercaría más rápido la hora de comer, fui en busca de Mary Carmen.

Ella estaba formada, me acerqué, nos saludamos y me dio un papel blanco con un número impreso con tinta borrosa. 106, era el número; e intentando verle el lado positivo me percaté que era el número siete si se suman sus dígitos (distractor que aprendía de mi amante, Héctor). Este asunto de sumar números es uno de mis distractores favoritos cuando deambulo por las calles; procuro contar y sumar todo lo contable, placas de autos, números de casas, etc.

-¿Qué tal la mañana, por qué llegaste tarde?-, preguntó Carmela.

-Bien, bueno neurótica… estuve en territorio burocrático.

Sorpresivamente una rechifla interrumpió la plática. Era un grupo de estudiantes, los había visto antes, pertenecen a uno de esos colectivos estudiantiles con nombres extraños como “tuna espinada”. Es irónico, pero normalmente son los que se consideran luchadores sociales. Teóricamente están en contra de las injusticias, los abusos y las vejaciones; en términos de Steven Lukes serían compañeros del Profesor Cáritat, en la búsqueda del mejor de los mundos.

En fin, ya nada me sorprende, en el mundo urbano (o será mejor decir humano) todo tiende a ser contradictorio; a veces realmente espero que llueva de abajo hacia arriba (una vez visto esto, creo que bien podría morirme sin problemas).

Para no hacer el cuento largo ( ¿más? ), independientemente de los y las compañeras que se metieron a la fila, entramos relativamente rápido al comedor. La comida fue tranquila, pude tomarme mi tiempo y disfrutar del consomé de pollo que me quitó, por fin, el escalofrío que tenía desde la mañana.

Terminado el ayuno, tomé el tercer camión de regreso a la jaula en la que vivo, denominada “hogar” (finalmente es sólo cuestión de términos). Veinte minutos más tarde (eran ya las 4:20 p.m.), bajé del transporte para tomar el tan ansiado último microbús.

Cuando le hice la parada casi arroya a una niña que se encontraba unos metros delante de mí. Pagué mi cuota ( $ 3.50 pesos) y busqué un lugar dónde sentarme. Había mucho espacio así que volví a sentarme en la parte posterior de la máquina, en un asiento doble.

Durante un buen rato el asiento contiguo estuvo vacío, hasta que un señor de tez morena y ropa manchada con yeso, de sentó junto a mí. Seguramente es albañil, y muy probablemente sea migrante, de esos hombres y mujeres, niñas y jóvenes que llegan a la gran ciudad esperando dejar de sobrevivir para empezar a vivir. De su bolsillo derecho sacó lo que a simple vista me pareció un pequeño libro. Cuando por fin lo tuvo frente y comenzó a hojearlo, pude percatarme que era la famosa “revista vaquera”.

Tan irónicamente contradictoria es la Ciudad, que aún siendo de las más variadas en instituciones y eventos culturales; la cultura no llega fácilmente a las manos de cualquiera. Pero eso sí, que a los Chilangos no nos pregunten sobre tradiciones y cultura porque no falta quien inmediatamente salte como león, defendiendo el Futbol, la coca-cola y las telenovelas de Televisa; el Halloween y el 16 de Septiembre, que probablemente ignoren qué se festeja … pero algo se festeja.

Claro que hay cultura… días festivos que se pierden entre la Volkswagen y la General Motors, identidades mexicanas que se matiza con Nike (o Mike) y una playera de la virgen de Guadalupe haciendo una seña “obscena”, artesanías indígenas hechas a mano sustituidas por cualquier cantidad de fayuca Taiwanesa.

Enormes construcciones que cumplen la función de un cine, de esos que normalmente son baratos en contenido pero elevadamente inaccesibles de precio. Así es como queda olvidado el Museo del Chopo, El Monumento a la Revolución, la gigantesca Torre Latinoamericana. El parque de Chapultepec que durante los fines de semana parece hormiguero, por la gran cantidad de familias de bajos recursos que lo visitan; y entre semana toma otro color (no menos agradable), con los individuos deportistas de las clases altas que corren, caminan o se contorsionan para mantenerse en “forma”.

Grandes centros comerciales que provocan hasta triple fila de autos; oxxos que parece pretenden igualar la densidad de población; mujeres indígenas vendiendo chicles en una esquina y cargando a su hijo en la espalda; secretarias, obreros, abogados, médicos cuya característica en común es lo apresurado de sus pasos.

- ¡ Fíjate animal !- le gritó una mujer al chofer, cuando se pasó el alto y por poco la convierte en calcomanía pegada al pavimento.

En realidad lo que menos tienen éstos individuos son instintos animales. Yo diría que son sólo pseudobestias, ignorantes de la responsabilidad que implica manejar una máquina de tales magnitudes. Todo, realmente casi todo, se puede mirar en la Ciudad, que conste que mirar, no ver… ver implica algo que la mayoría de los hombres urbanos no quieren hacer… verse a sí mismos.

Por fin he llegado a la casa. Camilo ladra animado, y emite algunos gemidos que sé demuestran alegría; abro la reja y sale despavorido al encuentro del primer árbol que habrá de ser bañado con sus penetrantes orines. Cada vez que lo veo pienso en que me equivoqué de carrera, en lugar de sociología debí haber estudiado zoología o ya de perdis botánica; ¡carajo, mientras más conozco a los seres humanos, más amo a mi perro!

Han pasado dos horas y media desde que llegué a la casa… estuve recostada sobre la cama buscando figuras en el tirol del techo y pensando en la inmortalidad del cangrejo. Para cualquier adulto, de esos que olvidaron los tiempos de ocio, de tirar la hueva, de disfrutar la vida… seguramente estuve perdiendo mi tiempo.

Miro el reloj, son las 7: 30 p.m. , … con un suspiro que me lleva a los brazos de Morfeo me pierdo en un sueño extraño en el que sostengo una larga plática con Federico Nietzsche…

- Así es… un mundo plagado de castigos, vigilancias, malas conciencias, animales-hombre domesticados,… un circo… es simplemente un mundo humano, demasiado humano…- asiente el pensador alemán acariciando su bigote…

… Tic-toc, tic-toc, tic-toc… tic- toc… ¡ tititití, tititití , tititití ! La bomba de tiempo ha estallado… y no muy lejos de aquí, quizá a unas cuadras, una alarma suena persistentemente… se están robando un carro…

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